Sostenidos por su Mano

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Quisiera confesar una caída. Lo he mantenido en secreto demasiado tiempo. No puedo negar el traspié; ni puedo desentenderme de la verdad. Caí. Hubo testigos de mi resbalón. Pueden contártelo. Generosamente, no se lo han dicho a nadie. Preocupados por mi reputación, han mantenido el hecho en secreto. Pero ha sido un secreto durante demasiado tiempo. Ha llegado el momento en que debo contar mi falta.

Di un traspié en un campamento familiar.

Mis hijas y yo decidimos escalar una pared. Una pared que simulaba ser una roca. La pared está hecha de madera y tiene algunas muescas simulando rocas para poder afirmar los dedos. Para seguridad, los que intentan escalar la pared usan un arnés alrededor de la cintura. El arnés está sujeto a una cuerda que corre a través de una polea y baja hasta las manos de un guía que la asegura mientras la persona que va a escalar la pared logre sus propósitos.

Decidí intentarlo. ¿Qué es una pared de dieciséis metros para un escritor en su mediana edad? Le indiqué al guía que estaba listo y empezamos. Todo anduvo bien hasta la primera mitad del ascenso. A partir de ahí, sin embargo, empecé a sentirme cansado. Estas manos y pies no están acostumbrados a escalar.

Cuando me faltaban unos seis metros para llegar, sinceramente tengo que decir que empecé a preguntarme si lo lograría. Estuve a punto de indicar al guía que me remolcara el resto de la distancia. Mis dedos estaban adoloridos, mis piernas empezaban a temblar y sentía remordimientos por cada hamburguesa que me había comido, pero mi idea de rendirme se perdió en el aliento que me daban mis hijas que ya habían llegado a la cima.

«¡Vamos, papá! ¡Tú puedes hacerlo!»

Entonces di todo lo que tenía. Pero todo lo que tenía no fue suficiente. Mis pies resbalaron, mis manos se soltaron y caí. Y caí duro. Pero no caí del todo. Mi guía sujetaba la cuerda firmemente. Debido a que estaba alerta y que era fuerte, mi voltereta duró sólo un par de segundos. Brinqué y me balanceé en el arnés, suspendido en el aire. Todos los que miraban dieron un suspiro mientras yo tomaba aliento y reanudaba el ascenso.

¿Se imaginan qué hice cuando llegué a la cima? ¿Creen que me puse a alardear? ¿Creen que fanfarroneé por haber conquistado la pared? Claro que no. Miré abajo, al que había evitado que cayera a tierra, y le grité: «¡Gracias, compañero!»

No me palmoteé la espalda ni levanté el puño en señal de triunfo. A nadie le pregunté si había visto mi hazaña. Hice lo único que correspondía hacer: le di las gracias al que me sostuvo.

Ojalá que todas mis volteretas fueran tan leves. Tan cortas. Tan sin consecuencias. No han sido así. Sé que me he soltado de mucho más que paredes imitación roca. Me he soltado de promesas y convicciones. Ha habido ocasiones cuando mis dedos se resbalaron de las piedras de la verdad que atesoro. Y no puedo decirte las veces que he esperado dar contra el fondo sólo para encontrarme suspendido en el aire, sostenido por un par de manos horadadas.

«¡Inténtalo de nuevo!», me anima. Y yo lo intento.

Tú y yo estamos en una gran escalada. La pared es alta y los riesgos son aún más grandes. Diste el primer paso el día en que confesaste a Cristo como el Hijo de Dios. Él te entregó su arnés, el Espíritu Santo. Y en tus manos puso una cuerda: su Palabra.

Tus primeros pasos fueron confiados y seguros, pero con el recorrido vino el cansancio y con la altura vino el miedo. Diste un traspié. Perdiste el enfoque. Perdiste el agarre, y caíste. Por un momento, que pareció eterno, diste grandes volteretas. Fuera de control. Fuera de autocontrol. Desorientado. Fuera de sitio. Cayendo.

Pero entonces la cuerda se tensó y las volteretas cesaron. Te afirmaste en el arnés y comprobaste que era fuerte. Te agarraste de la cuerda y comprobaste que era verdad. Miraste al guía y encontraste a Jesús velando por tu alma. Con una tímida confesión, sonreíste y Él te devolvió la sonrisa, y la jornada se reanudó.

Ahora eres más sabio. Has aprendido a ir lentamente. A tener cuidado. Eres cauteloso, pero también eres confiado. Confías en la cuerda. Descansas en el arnés. Y aunque no veas a tu guía, lo conoces. Sabes que es fuerte. Y que es capaz de guardarte de las caídas.

Y sabes que estás a pocos pasos de la cima. De modo que lo que sea que tengas que hacer, hazlo. Aunque tu caída sea grande, las fuerzas de tu guía son más grandes. Lo lograrás. Verás la cumbre. Te pararás en lo alto. Y cuando llegues allí, lo primero que harás será reunirte con los otros que ya hayan llegado y cantarás este pasaje:

El Dios único, nuestro Salvador, tiene poder para cuidar de que no caigáis, y presentaros sin mancha y llenos de alegría ante su gloriosa presencia. A Él sea la gloria, la grandeza, el poder y la autoridad, por nuestro Señor Jesucristo, antes, ahora y siempre. Así sea (Judas 24–25).

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