Es crucial abordar la idea destructiva de que los pecados sexuales, como el adulterio, fornicación y masturbación, son más que prácticas que requieren arrepentimiento, renuncia y negación. La enseñanza errónea de que son demonios de los que debemos liberarnos crea una mentalidad de víctima dentro de la iglesia, llevando a la falta de asunción de responsabilidad. Estas enseñanzas fomentan una pasividad pecaminosa y asumen a las personas en ciclos interminables de liberación, sin una conciencia clara del pecado y la maldad inherente en el corazón humano. Tanto nuestro Señor como el apóstol Pablo enfatizaban la sana enseñanza, reconociendo que la verdad bíblica es el instrumento de santificación y la generadora de piedad cristiana (Juan 17:17; 1 Timoteo 6:3).
Entonces, ¿por qué un creyente no necesita liberación de demonios?
En los Evangelios, Hechos y epístolas del Nuevo Testamento, no encontramos ninguna referencia a la liberación de demonios practicada en creyentes. Los ejemplos de liberación involucran a personas no creyentes (Marcos 1:21; Hechos 16:18), y algunos llegaron a la fe después de ser liberados (Marcos 5:1-20; Mateo 8:28-34). Cuando Pablo escribe a Timoteo, quien enfrentaba desánimo, vergüenza e intimidación, no le instruye a liberarse de un demonio específico, sino que le exhorta a fortalecerse en la gracia que está en Cristo (2 Timoteo 2:1; 1:8; 2:8). Otro ejemplo es Pedro, quien enfrentó la hipocresía. En lugar de buscar liberación de un espíritu de hipocresía, Pedro necesitaba corrección personal, proporcionada por Pablo (Gálatas 2:11). Un último ejemplo se encuentra en la carta a Filemón sobre la reconciliación entre Filemón y Onésimo, donde no se necesita liberación de un espíritu, sino reconciliación (Filemón 1:1-25).
El apóstol Pablo enseña que todo creyente es sellado con el Espíritu Santo desde el momento de su conversión, una garantía de salvación y una señal de que pertenecemos a Dios: “En El también vosotros, después de escuchar el mensaje de la verdad, el evangelio de vuestra salvación, y habiendo creído, fuisteis sellados en El con el Espíritu Santo de la promesa” (Efesios 1:13). En otros pasajes, se destaca que los creyentes son comprados a un alto precio y pertenecen a Dios (1 Corintios 6:20). Pablo afirma que el Espíritu Santo habita en los creyentes, convirtiéndolos en templos de Dios: “¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?” (1 Corintios 3:16). En resumen, la posesión divina del creyente y la morada del Espíritu Santo en él actúan como una barrera insuperable contra la posesión demoníaca.
Desde el momento del nuevo nacimiento, los cristianos están inmersos en el proceso de santificación, donde el Espíritu de Dios los libera progresivamente de la corrupción y el poder del pecado, transformándolos a la imagen de Cristo. En este proceso, la Biblia no nos dirige a buscar liberación de demonios, sino a morir al pecado. Pablo exhorta a despojarnos del viejo hombre, la antigua naturaleza, y vestirnos del nuevo hombre (Efesios 4:22-24), evidenciando la actitud del creyente ante el pecado remanente en él. Este despojo refleja la oposición que un hijo de Dios debe tener contra la maldad de su propio corazón.
Jesús, en Mateo 5:29, insta a sacar cualquier ocasión de caer en pecado, ilustrando la importancia de enfrentar y desechar las tentaciones. El autor de Hebreos (Hebreos 12:1) nos anima a despojarnos de todo peso y pecado, corriendo con paciencia la carrera de la fe. Asimismo, se nos insta a renunciar a la impiedad, deseos mundanos, abstenernos de pasiones carnales, negarnos a nosotros mismos y hacer morir lo terrenal en nosotros (Tito 2:12; 1 Pedro 2:11; Marcos 8:34; Colosenses 3:5). Estos términos enfatizan la responsabilidad del creyente en su llamado a morir al pecado.
Ante la pregunta crucial de cómo negarnos a nosotros mismos y morir al pecado, las Escrituras ofrecen una guía clara:
Estas prácticas, basadas en la orientación bíblica, ofrecen un camino para negarnos a nosotros mismos y morir al pecado, buscando una vida que refleje la gloria de Dios.
En resumen, la convicción de que ningún creyente requiere liberación de demonios se fundamenta en tres razones fundamentales: la ausencia de este proceso en el Nuevo Testamento, la posesión divina y la dirección bíblica de morir al pecado.
Es crucial destacar la misericordia de Dios en nuestra batalla contra el pecado. Él nos ha otorgado dos elementos vitales: Su iglesia y Su Espíritu. La iglesia se presenta como un refugio donde somos exhortados y animados para no sucumbir al engaño del pecado (Hebreos 3:23; 10:24-25). Además, el Espíritu Santo, según las palabras del apóstol Pablo, nos brinda la capacidad de hacer morir las obras de la carne al vivir por Su dirección (Romanos 8:13).
La realidad es que no enfrentamos esta lucha solos. La comunidad de creyentes y la presencia del Espíritu Santo son dones divinos que nos respaldan y fortalecen en la búsqueda de una vida que honre a Dios.
No estamos solos. ¡Gracias Señor!
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