Navidad. Una revolución sin armas

Aquella noche me dije como tantos se dicen a sí mismos: ¿Por qué justo a mí? ¿Por qué justo hoy? Una navidad de los ’90, de las primeras de mi vida de casado, estábamos con gran parte de la familia celebrando en nuestra casa. Eran casi las dos de la mañana cuando al abrir la puerta principal, la cerradura se trabó y no giró más. Minutos más tarde estaba llamando al primer cerrajero que intentara compadecerse o aprovecharse de mi situación, y atender una llamada justo ese día y justo a esa hora. Inesperadamente, luego de un par de intentos recibí la respuesta que deseaba escuchar, y no tanto: “no hay problema, esta noche para mí es como cualquier otra, solo que tendrás que venir a buscarme”. En el trayecto a casa, mi nuevo amigo me dijo que no tenía con quien pasar Navidad. Había comido un sándwich como a las nueve de la noche y se había ido a dormir para huir de la soledad y la tristeza. Nada para festejar, mucho para olvidar…

Todos sabemos que muchas cuestiones de la vida, una noche así no se callan en la mente con una comida navideña y un brindis. La soledad y el dolor gritan más fuerte que la pirotecnia y la música juntas. El resentimiento emerge a flor de piel porque todo el mundo festejará, reirá, comerá y regalará mientras la realidad nos abofetea otra vez mostrándonos lo que nos ha tocado vivir.

¿Qué tiene de buena una Nochebuena en una cama de un hospital, en una celda de la cárcel o en una casa de funerales? ¿Qué tiene de buena si entre tanta comida y regalos mamá y papá están a punto de separarse, o un hijo se fue de casa? Aquella noche no intenté filosofar porque necesitaba reparar la cerradura, pero no dije más “por qué a mí”, y me pregunté como tantas otras veces: Si Dios realmente quiere ser creíble, ¿por qué hace tantas cosas como las hace? ¿Por qué los mensajes que deberían ser contundentes y multitudinarios parecen venir en forma sutil y sigilosa, como rayando lo imperceptible?

Vayamos dos mil y algo de años para atrás: Dios ha decidido establecer su reino rompiendo todas las reglas del marketing actual, mandando a su Hijo a nacer en un establo. A media noche, los vecinos ni siquiera sospechaban que a metros de ellos estaba sucediendo el fenómeno que marcaría para siempre un antes y un después en la historia. Apareció un coro de ángeles que se tornaron visibles y audibles en un campo solitario en el que el público se reducía a unos pocos pastores de ovejas. ¿Por qué no en el mercado de Jerusalén en plena hora pico? Unos magos de oriente parecieron violar el pacto de silencio con el rey Herodes, pero luego de ver y adorar al niño, regresaron por otro camino.

¿Quién puede creer que años más tarde se establecería un reino relatando historias y cuentos en las plazas, sanando milagrosamente y pidiendo que no se lo cuenten a nadie, enfrentándose a la tradición religiosa y al imperio romano sin tener más que doce socios incompetentes y ni siquiera dónde dormir de noche? No hay otra conclusión que reconocer que el reino de Dios es para todos aquellos que no necesitamos argumentos teológicos porque nos sentimos doloridos, olvidados, culpables y quizás despreciados. Pero en el silencio del anonimato expuestos a lo que nos pasa, podemos encontrar la esperanza que transforma los corazones, aunque nadie a nuestro alrededor lo entienda. Porque parte de la revolución es creer aunque no se comprenda.

Es para todos, pero no es popular. Está al alcance de todos, pero llega de a uno. No está en los carteles, pero marca el alma para siempre. Es una verdadera revolución, pero distinta a todas. No avanza con armas, pero avanza con un poder extraordinario. No cabe duda que Jesús, en el mejor de los sentidos, fue un revolucionario. Desde su nacimiento, por sus enseñanzas y hasta en su muerte y resurrección. ¿Por qué sin armas? ¿Por qué sin maquinaria política y viviendo en una vulnerabilidad constante? Porque como dijo Jesús una y otra vez: este reino no avanza con violencia, odio, o venganza. Es un reino que avanza lenta y calladamente, bajo la superficie, como la levadura dentro de la masa, como una semilla en la tierra. Avanza mediante la fe. Cuando la gente cree que es verdadero, nota que es cierto. También avanza mediante la reconciliación y el amor que perdona. Cada vez que alguien decide amar a un extraño o un enemigo, el reino gana terreno.

En este sentido, las revoluciones violentas no son revolucionarias. Los cambios estrepitosos de un régimen a otro son totalmente arbitrarios y vienen como resultado de despliegues de poder. En cambio el mensaje de Jesús podría llamarse el más revolucionario de todos los tiempos porque va directo al alma, a llenar los vacíos, a perdonar las culpas, a suavizar las heridas para siempre. ¿Acaso no es eso lo que más anhelamos?

Por otro lado, ¿qué tipo de revolución podría realmente cambiar el mundo? Tal vez la locura es seguir detrás de lo que venimos haciendo, pensando que después de todos estos milenios, el odio se puede conquistar con odio, que la guerra es la solución a las guerras, que con orgullo se aplasta el orgullo, que la violencia pone fin a la violencia, que una venganza más acaba con todas las venganzas previas, y que le exclusión es la condición para la buena relación.

La Navidad tiene un mensaje profundo: Dios hecho hombre, Dios con nosotros, a nuestro alcance. Para mí, para mi amigo cerrajero, para ti y para todos. Es tiempo de buscar a Dios y depositar en sus manos nuestra realidad desesperada. Navidad es dejarlo nacer en nuestro corazón. Ese niño del pesebre se hizo grande y treinta años después repitió una y otra vez: El que tiene oídos para oír, que oiga…

Escrito por Walter Altare
 
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Fuente: https://e625.com/navidad-una-revolucion-sin-armas/

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