La fidelidad de Dios en mi infidelidad

¿Quién de nosotros no ha sido tocado por la amarga experiencia de la infidelidad en algún momento de nuestras vidas? Quizás hemos sido testigos de la traición en el matrimonio de nuestros padres, o hemos visto cómo un amigo cercano ha sido herido por la infidelidad de su pareja. O quizás, en un momento de debilidad, hemos sido nosotros mismos los que hemos traicionado la confianza de nuestra pareja.

El pecado de la infidelidad es devastador. Conocemos el dolor que causa, tanto a quienes lo sufren como a quienes lo cometen. Y sabemos que, incluso después de perdonar, el corazón herido puede tardar en confiar de nuevo, cerrándose para evitar más daño.

Cerrar el corazón puede parecer una forma de protegerse del dolor, pero también puede ser una barrera que nos impide experimentar la plenitud de la libertad que viene al confiar en el cuidado amoroso de Dios, quien obra todas las cosas para bien de los que le aman (Romanos 8:28).

Sin embargo, ¿qué pasa cuando somos nosotros los infieles? A menudo nos resulta más fácil reconocer la infidelidad en otros que reflexionar sobre nuestra propia relación con Dios.

El pecado de ser infieles a Dios

La infidelidad hacia Dios puede ser tan sutil como peligrosa. Mientras que la infidelidad humana puede ser escandalosa y evidente, nuestra traición hacia Dios suele manifestarse en silencio, apenas perceptible incluso para nuestros propios ojos. Por eso es crucial estar alerta a este pecado en nuestros corazones.

Entonces, ¿cómo se manifiesta la infidelidad hacia Dios en aquellos que profesan conocerle? A través de las historias del Antiguo Testamento, vemos múltiples ejemplos de la infidelidad del pueblo de Dios. Uno de los relatos más conocidos es la historia del becerro de oro, donde el pueblo abandonó a Dios para adorar un ídolo (Éxodo 32:1-14).

Dios permanece fiel

A pesar de nuestra infidelidad, Dios permanece fiel. Él cumple sus promesas, sin excepción. Y aunque a veces nos sintamos indignos de su amor y gracia, Dios nunca nos abandona.

Hemos explorado el tema de la infidelidad, pero ¿qué entendemos por fidelidad? En su esencia más simple, la fidelidad implica cumplir las promesas. Este aspecto, al igual que la infidelidad, puede ser evidente en algunas ocasiones, pero en otras puede ser más sutil, pasando desapercibido.

Nosotros hablamos, cantamos y alabamos la fidelidad de Dios, pero me pregunto: ¿realmente comprendemos el significado de esa fidelidad? ¿Estamos conscientes de las promesas que Dios ha hecho a sus hijos? ¿Conocemos a Dios como aquel que siempre cumple lo que promete? La Escritura nos insta a reconocer que «El Señor tu Dios es Dios, Dios fiel» (Deuteronomio 7:9). Dios no es un Dios que rompe sus promesas; su Palabra nos lo confirma una y otra vez.

Recordemos las palabras del libro de Josué: «Ahora bien, ya que el Señor su Dios ha dado descanso a sus hermanos y les ha entregado todo el territorio que prometió, regresen a sus hogares, a la tierra que les fue dada por Moisés, siervos del Señor. Recuerden que el Señor su Dios les ha dado paz y seguridad en todas partes, y que no les ha faltado nada de lo que les prometió» (Josué 23:14, NTV).

La fidelidad de Dios es una roca firme en medio de nuestras debilidades y fracasos.

Aunque nos desviemos del camino, Él permanece constante en su amor y misericordia. Y cuando nos arrepentimos y volvemos a Él, encontramos perdón y restauración en sus brazos amorosos.

Entonces, descansamos en la fidelidad de Dios.

Confiamos en su amor incondicional y en su poder para transformar nuestras vidas. Porque, como dice la Escritura, «Si somos infieles, él sigue siendo fiel, pues no puede negarse a sí mismo» (2 Timoteo 2:13, NVI).

En última instancia, toda nuestra esperanza y seguridad están en Dios. Él es nuestra roca, nuestra fortaleza y nuestro refugio en tiempos de prueba. Que podamos descansar en su fidelidad, confiando en que Él siempre cumplirá sus promesas y nos sostendrá en su amor eterno.

 
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